19 de marzo de 2011

Ni Mister Marshall ni Juan Palomo

HE SEGUIDO, con una mezcla de sorpresa y preocupación, la polémica sobre el nombramiento de un nuevo jefe de servicio en el hospital San Pedro de Alcántara de Cáceres. No estoy al corriente de los entresijos del asunto, hecho público por la carta enviada a este diario por la esposa de un médico que optó, sin éxito, a dicho puesto, por lo que me abstendré de entrar en el fondo de la discusión (la idoneidad o no del elegido), pero me gustaría opinar sobre aspectos de la misma que los ciudadanos tenemos derecho a enjuiciar. Y no me refiero a la sorpresa, como antes decía, originada al saber de las guerras intestinas que se desarrollan en servicios en que debieran reinar la colaboración y el compañerismo; ni tampoco a la preocupación que produce sospechar que no sean razones profesionales, sino basadas en fobias y filias, las que subyazcan en situaciones como la que comento.


Mi experiencia de casi 40 años como funcionario en el sistema educativo, que junto al sanitario constituye los pilares de una sociedad avanzada, me ha permitido vivir circunstancias en cierto modo semejantes a la que se viven en el hospital cacereño y por ello me consta que aunque buscar alguien ajeno a un servicio público para optimizarlo pueda tener connotaciones berlanguianas, no debiera descartarse por principio. En países que no tienen nada que envidiarnos los responsables de ciertas instituciones no pueden proceder de ellas, con el objeto de garantizar su independencia y objetividad. Pero, además, tan provinciano como esperar que los profesionales de fuera sean mejores que los de casa lo es atribuir a éstos un nivel inigualable. No parecen muy sostenibles tales planteamientos autárquicos en los tiempos que corren, caracterizados por la globalización y la supresión de barreras. La endogamia es un mal de perniciosos efectos.

En cuanto a las formas en que la polémica se ha venido desarrollando, quien haya leído los textos entrecruzados tendrá ya una opinión formada. Permítaseme añadir, tan solo, que desahogos y modos de expresión que en ciudadanos particulares resultan justificables, lo son menos en quienes ocupan cargos públicos, cuyo sueldo incluye la aceptación sin perder los modales de las críticas. Las instituciones no tienen un honor que pueda ser dañado; las personas, sí.