8 de septiembre de 2006

Cohen en Lorca

A FINALES DE LOS SESENTA, digo bien, de los años sesenta del pasado siglo, la música que se oía en las radios y en la una, grande y libre Televisión Española de la época era la de Karina, Los Bravos o, si nos poníamos en plan folclórico, Lola Flores y Manolo Escobar. Los más modernos oían también, aceptémoslo, a gente como Françoise Hardy, Adamo o, incluso, Jacques Brel. En los institutos se estudiaba francés y en inglés sólo sabíamos decir good morning y thank you. Por eso, cuando una amiga que había regresado de Londres nos puso en una de aquellas reuniones semi clandestinas de la época un disco de un desconocido cantautor canadiense llamado Leonard Cohen, todos mostramos caras de circunstancias. Que cambiaron al poco: el LP contenía una de las más maravillosas canciones que nunca hubiéramos escuchado: Suzanne, de la que luego se harían cientos, si no miles de versiones: Now Suzanne takes your hand, and she leads you to the river, decía una letra llena de dulzura y espiritualidad. Fue entonces, en aquel mismo momento, cuando se obró el milagro y nos convertimos en seguidores irredentos del poeta, cantante, y seductor irresistible nacido hace ya 71 años en Montreal. A aquel primer disco le siguieron muchos otros y canciones como The Partisan (freedom soon will come; then we'll come from the shadows), un cántico a la Resistencia francesa, o Chelsea Hotel (you told me again you preferred handsome men but for me you would make an exception), en la que Cohen rememoraba un encuentro con Janis Joplin, no hicieron sino incrementar nuestra admiración por un músico que hacía de la desesperanza, combatida a base de ironía, signo de identificación.

Asistimos por primera y única vez a un concierto de Leonard Cohen en el año 1993, en Madrid (una actuación a la que habíamos previsto asistir años antes, en el Teatro Romano de Mérida, hubo de suspenderse a causa de una inoportuna tormenta). Y cuando, al fin, pudimos escucharle en persona, acompañado de Perla Batalla y Julie Christensen, la emoción que se extendió por el Palacio de Deportes, donde se desarrolló el evento, desbordó todo lo imaginable. Cohen estaba en pleno dominio de sus recursos. Con extremada elegancia, voz profunda, compatible con una apariencia física que rozaba la fragilidad, y un poder de seducción que convertía en normal la nutrida lista de sus amantes, se metió al maduro auditorio en el bolsillo. La interpretación de la bellísima Take this waltz, basada en un poema de su admirado García Lorca (Oh my love, oh my love, take this waltz, take this waltz, It's yours now. It's all that there is) supuso el punto culminante de una noche que, por mucho que pasen los años, permanecerá viva en la memoria de quienes tuvimos la fortuna de vivirla.

De modo, amable lector, que con esos antecedentes se entenderá que alguien como quien suscribe recorriera más de 700 kilómetros en plena canícula, desde Cáceres hasta Lorca, para asistir, en el majestuoso castillo de esa personalísima ciudad murciana, al concierto en homenaje al artista canadiense celebrado el pasado día 22 de julio. Organizado, entre otros, por Alberto Manzano, traductor al castellano de nuestro hombre y autor de varios libros sobre él, reunió en una noche inolvidable a gente aparentemente tan diversa como Enrique Morente, John Cale, Anjani Thomas (la actual compañera de Cohen), Luz Casal, Javier Muguruza, Jackson Browne, Perla Batalla y muchos otros. Aparentemente diversa, digo, porque, al menos en esta ocasión, a todos unió su identificación con la música y la poesía de Cohen. Hay acontecimientos que por irrepetibles se convierten en memorables, y eso le sucede al que vivimos en Lorca en aquella noche de ensueño. Cuando al final, todos, artistas y público, cantamos al unísono una de las más célebres creaciones de Leonard Cohen, dirigidos por un magistral John Cale al piano, cuando entonamos a pleno pulmón, con palmas flamencas incluidas, la maravillosa Hallelujah (You saw her bathing on the roof, her beauty and the moonlight overthrew you), supimos que algo indefinible nos unía a todos y nos hacía partícipes de una emoción que difícilmente podríamos trasladar a quienes más tarde nos oyeran hablar de lo sucedido. Los muros del castillo lorquino aún deben conservar señales de la conmoción que, a buen seguro, ellos también sufrieron.