13 de septiembre de 2006

Al empezar un nuevo curso

RECUERDO CON GRATITUD a muchos de mis profesores. De cuando niño, en la enseñanza primaria y en el bachillerato, y de joven, en la convulsa universidad de finales de los sesenta. Cierro los ojos y veo a don Antonio Ruiz, por ejemplo, en las desvencijadas aulas del colegio Paideuterium de Cáceres. No teníamos aún diez años los chavales, todos chicos, que atiborrábamos su clase, y él, maestro ejemplar, se esforzaba, probablemente pagado con menos de dos reales, en prepararnos para el temido ingreso en el bachillerato. Lo veo afilando con viejas cuchillas de afeitar, ya desechadas para tal función, el lápiz rojo con el que corregía nuestras faltas de ortografía y las cuentas mal hechas. Si dijera que hasta nos enseñó a calcular raíces cúbicas alguien podría pensar que exageraría, pero es la pura verdad. Luego, en el bachillerato, que entonces se cursaba desde los once hasta los dieciséis o diecisiete años, tuvimos oportunidad de aprender de la mano de profesores como don José Mariño, con sus magistrales clases de Latín, o de don Juan González Peramato, cuyas lecciones de Matemáticas y Física siempre he considerado, en mis más de 35 años como profesor, ejemplo de elegancia y precisión. Su rigor, en el mejor sentido de la palabra, y su capacidad de síntesis eran envidiables... No son los únicos, por supuesto, a quienes recuerdo. Me vienen también a la cabeza los nombres de don Ricardo Durán, tan joven y deportista entonces como ahora, a sus 76 años, de don Aurelio Luna, con un concepto de la disciplina que hoy sería, afortunadamente, imposible de poner en práctica... De todos ellos aprendí y a todos, ya lo he dicho, les guardo gratitud.

En la universidad, pese a los efectos de la purga franquista, que se mantuvo hasta la muerte del dictador, había excepciones y conocí, ya en las facultades de ciencias, catedráticos excelentes. El profesor Galán, por ejemplo, en Salamanca, siempre maltratado por las autoridades académicas, y que hablaba del ADN cuando aquí casi nadie sabía de qué se trataba. Don Norberto Cuesta, personaje singular donde los hubiera, con sus peculiares clases de matemáticas, a un nivel que se nos antojaba inalcanzable a muchos de sus alumnos, y dueño de un lenguaje que hubiera causado la envidia de más de un académico. Capaz incluso, llevado de su amor por la maravillosa ciudad del Tormes, de mantener una polémica pública con un obispo de nombre olvidado, debido a las obras que el clérigo efectuó en un edificio antiguo. Sus clases eran un espectáculo, como lo fueron más tarde, en Zaragoza, las de don Baltasar Rodríguez Salinas, eminencia del Análisis matemático que hubiera sido una figura internacional si el contexto en el que se desenvolvía no hubiera sido tan provinciano.

Podría citar muchos otros nombres, pero valgan los anteriores como ejemplo. Pienso en ellos en estas fechas en que se inicia un nuevo curso y en las que uno mismo se encuentra ya en la última etapa de su dilatada carrera docente. Pienso en ellos y, llevado por una mentalidad que acaso alguien juzgue de trasnochada, medito sobre lo mucho que nos enseñaron a sus alumnos, casi sin saberlo, podríamos decir. Sin hacer mayor mérito de ello. Sin utilizar palabras grandilocuentes que, con frecuencia, sólo sirven para envolver absolutos vacíos. Pienso en ellos en estas fechas en las que los profesores hemos de redactar mil y una programaciones y hacer reuniones sin tino: de tutores, de grupos de adaptaciones curriculares, con los padres (y madres, faltaba más), en las que, como dijo el otro, a veces pareciera que hablásemos en prosa sin saberlo. Documentos oficiales emanados de las consejerías de educación rebosan de alumnos/as, profesor/a, coordinador/a, padres/madres, proyectos curriculares, Plan de Actuación para el Control del Absentismo Escolar (las mayúsculas no me las invento) que ocupan folios y folios de indigesta lectura. ¡Pobres de mis admirados y respetados profesores de cuando joven y, sobre todo, pobres de sus esforzados discípulos, si aquellos hubieran tenido que perder el tiempo con tanta tontería como la que hoy campa a sus anchas en los centros escolares y si nosotros, sus discípulos, en lugar de aprovecharnos de sus enseñanzas, hubiéramos tomado el camino a ningún sitio por el que hoy, como fruto de tanta palabrería de tres al cuarto, transitan muchos de nuestros propios alumnos!