6 de julio de 2006

Funerales indiscriminados

CUANDO SE ESCRIBEN LÍNEAS que pueden leer miles de personas resulta muy difícil acertar con las palabras adecuadas para no ser mal interpretado. En determinadas ocasiones habría que tener unas virtudes de las que uno carece para ser capaz de expresar con nitidez las propias ideas sin ofender a nadie. Porque cuanto más a contracorriente nade uno, cuanto más desee uno mostrar su individualidad, más dificultad habrá en conciliar la libre expresión de sus ideas con el deseo de respetar las de las demás. Pero aun a riesgo de ser malinterpretado hay ocasiones en que es imperativo decir hasta aquí hemos llegado. Y, honradamente, creo que determinados tristes acontecimientos sucedidos en nuestro país en los últimos días obligan a no asentir con el silencio. A no dar por bueno lo que se hace por inercia, por temor a salirse de la norma establecida no se sabe muy bien por quién, por el qué dirán.

Quiero hablar, lo diré ya sin más rodeos, del desgraciado accidente ocurrido en el Metro de Valencia y en el que han perdido la vida más de cuarenta personas de distintas edades, ocupaciones, nacionalidades… y creencias religiosas, supongo, incluidos, por supuesto, los que carecieran de ellas, como sucede a un buen porcentaje de españoles según los últimos estudios sociológicos. Si alguien hubiera olvidado que el azar es un componente fundamental de nuestra existencia, bastaría con acontecimientos tan desgarradores como el del accidente del otro día para refrescar nuestra memoria. ¿Por qué ellos y no uno mismo?, podríamos preguntarnos ante tamaña desgracia. ¿Qué había hecho esa niña de ocho años destrozada entre dos vagones para merecer más que nosotros semejante final? Y ante ese tipo de preguntas las respuestas serían innumerables. Entre ellas, desde luego, la que atribuyera sucesos tan dolorosos como el de Valencia a oscuros designios de la Providencia Divina, en la que millones de seres humanos delegan la explicación de todo lo que nuestra razón no alcanza a explicar. Nada habrá que objetar a quienes opten por esa opción, a esa vía de escape. Están en su derecho.

Pero… Pero no todos elegimos esa vía. No todos buscamos el consuelo de divinidades en la desgracia. No todos aceptamos que nuestra existencia se explique por la voluntad inescrutable de ser alguno superior que maneja nuestra vida con hilos cuyo sentido se nos escapa. Y por eso, afortunadamente, nuestro Estado, constitucionalmente, se proclama como no confesional. La libertad de credo, de culto, está reconocida por nuestras leyes de mayor rango. Pero ¿qué ocurre en la práctica?, ¿cómo muestran nuestras máximas autoridades, incluido el Jefe del Estado, que vivimos en un país en el que uno puede declararse ateo, agnóstico, ajeno a cualquier religión, sin que ello le lleve a galeras, al ostracismo, a la condena inquisitorial?

Hubo más de cuarenta personas que por desgracia vieron interrumpida su existencia en un desdichado accidente que, probablemente, hubiera podido evitarse. Son, eran, cuarenta y tantas personas, más cientos de familiares, merecedores de nuestra solidaridad, de nuestro afecto, de nuestro apoyo. Pero ¿no hay, no había otra forma de manifestar institucionalmente esa cercanía a ellos que mediante una ceremonia religiosa católica, apostólica y romana a la que quizás hubieran sido ajenas muchas de las propias víctimas? ¿No podrían al menos los celebrantes de misas y funerales como los que hemos visto en televisión ser más comprensivos con las circunstancias e intentar reducir a la mínima expresión la manifestación de dogmas que, necesariamente, no todos las víctimas compartían? Lo diré de forma más rotunda, acaso juzgada de brutal por alguno de los lectores: Nadie esta libre de acabar sus días en un suceso de las características del de Valencia. Mañana, pasado, quien suscribe puede perecer en un avión que se estrella, en un tren que descarrila, en un terremoto que arrase con todo lo que se halle a cientos de kilómetros de su morada. Pero lo último que desearía uno sería que, en su ausencia, sin su permiso, su nombre se incluyera en una ceremonia acorde con los ritos de una religión que no ha profesado desde que tiene uso de razón y a la mayoría de cuyos ministros, a lo largo de la historia más reciente, siempre ha imputado la contribución más negativa que quepa concebir al avance de la humanidad. ¿Ni muerto le dejarán a uno en paz?